Le gustaba vocalizar. Recorrer los acordes con la voz con la ayuda de su piano, octava tras octava. De los graves a los agudos y de vuelta a los graves, como se vuelve al hogar tras un largo viaje impuesto (si los agudos son el exilio, no quiero ni pensar lo que tendríamos que decir del falsete).
Su registro era, de alguna manera, un privilegio, fruto de condiciones naturales y también de un sostenido trabajo vocal. Ni bajo, ni tenor: barítono, “un rango vocal medio, que se caracteriza por su timbre cálido y resonante”, dice la inteligencia artificial del buscador en internet.
Todavía, de vez en cuando, recordaba esa primera clase en que la profesora de canto se lo dijo: su registro era el de barítono. Esa profesora, de la escuelita municipal, tenía rasgos muy particulares. Una cara ovalada y armónica y pelo negro lacio, que le servía de marco a ésta. Bostezar, bostezar, esa era la clave para sacar la voz lírica, en ese primer tramo de su formación. Luego vendrían los matices, y otros recursos.
Después de la práctica prendió la televisión. Ya era de noche y estaba en cadena nacional el presidente. El hambreador, pensó.

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